Hace tiempo mi hermano enfermó. Nos asustamos mucho, aunque finalmente solo fue eso, un susto. Pero desde entonces mi madre no es la misma. Está triste.
Para intentar animarla voy a su casa y, a regañadientes, me la llevo de paseo. Caminamos un rato en silencio.
—¿Qué te pasa, mamá? —arranco.
—Nada —contesta, ahogando palabras que luchan por salir a borbotones.
—No me mientas.
Y, de repente, comienza a llorar. Yo no sé qué decirle, acostumbrada como estoy a que sea ella la que me consuela.
—Mamá, ¿te acuerdas cuando de pequeña me atraganté con un garbanzo y me puse azul?
—Sí —solloza—, claro que me acuerdo.
—Durante meses no los probé, por si me atragantaba de nuevo. Con el tiempo volví a comerlos, no sin antes pelarlos todos, uno por uno. Hasta que comprendí que debía superarlo, y así fue como pude volver a disfrutarlos… Sé que estás aterrada, y lo entiendo, pero el miedo jamás te dejará ser feliz. Todo pasa. Y, poco a poco, tienes que intentar dejar de pelar tus garbanzos.
Ella me mira, con el sol secándole las lágrimas, y me abraza. Y yo, por fin, la siento sonreír.
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