Es viernes, llego a casa del trabajo y, para mi sorpresa, no hay nadie. En la entrada encuentro una nota de mis compañeras de piso, se han ido a pasar el fin de semana fuera. Un cosquilleo alegre me invade desde dentro, adoro tener la casa para mí sola.
Me quito el bolso y los zapatos, me dirijo al salón y pongo el tocadiscos. Suena Roadhouse Blues y comienzo a desnudarme, bailando, yendo de una habitación a otra, abriendo todas las ventanas de par en par. Está acabando la primavera y quiero que el olor del incipiente verano inunde cada esquina. Entro en la ducha, mientras Jimbo sigue desgarrándose la voz para mí, y me sumerjo bajo el agua tibia. Al rato salgo, cubierta solo con una toalla, y me preparo un sándwich, enciendo Netflix y me pongo una peli.
Al despertarme, veo que son casi las doce y sigo en el sofá, congelada. Apago la tele y, a oscuras, cierro todas las ventanas y me acurruco bajo la manta de mi cama cuando, de repente, suena un “pi-pi” y la luz de un reloj de pulsera ilumina la mano de un extraño, agazapado en un rincón de mi habitación.
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