Tengo un muro
que me está creciendo dentro,
hecho de miedo y orgullo,
que tiene, al otro lado,
las cosas que nunca nos dijimos
y jamás llegaron a saltar,
desde el espacio que queda
entre mi cabeza y mi corazón
hasta el borde de nuestras bocas,
para acabar besándose.
Me separa del lugar donde quisiese estar,
entre tus brazos,
como la moneda del mendigo
que ha llegado justo a tiempo.
No me importaría quitar
cada una de sus piedras,
esperando al momento justo
donde asomar mi alma a tu vida
y pedirte su adopción.
Hay momentos duros
y llenos de frases absurdas,
como ese muro.
Si cayese,
quizás podríamos
llegar a ser piedra desmoronada,
queriendo tropezarnos
dos,
tres,
o cuatro veces.
Podríamos acabar
manchados de polvo,
de dudas,
pero olvidando tabiques
que impiden ver el sol.
Y es que no hay mayor ciego
que el que no quiere ver a través
y los convierte en casa,
hipotecado a ellos.
Pero yo,
desde hoy,
me he propuesto someterme
a una intemperie de sentimientos,
me he dado cuenta
de que todo el mundo habla
del debate entre cabeza y corazón
y yo voy a echarle narices
a ver qué pasa…
Salto y destruyo mi pared para pedirte algo:
“Ven,
vamos a intentarlo,
déjate de construir en tiempos de crisis
sintamos que tal debate no existe.
Mi corazón solo palpita
lo que mi cabeza recuerda,
y mi cabeza piensa
lo que mi corazón no puede
dejar de palpitar”.