Cuando mamá se ausentaba de casa, siempre me decía lo mismo:
«Si te la llevas, cuídala, que no se pierda y no se te ocurra volver sin ella».
Entonces, nos íbamos a jugar al balón a la explanada que había a orillas del lago.
Aquella tarde, cuando íbamos a regresar, no la encontrábamos.
—¡Te juro que la he visto caer cerca del cobertizo!
—¡Tiene que aparecer!
—¡Por aquí no hay nada! Estoy tocando el fondo con las manos.
—Pues, la encuentro o mi madre me mata.
—¡Aquí veo algo! ¡Sí, está bajo el agua, inmóvil, atrapada por el fango!
—¿Seguro que es la pelota?
—¡No, es tu hermanita!