Me he sentado en el banco del final de la calle. Desde que tengo memoria lo recuerdo siempre vacío. Es como si nadie hubiese jamás reparado en su presencia. A mí hoy me sucede más de lo mismo. Aquí sentada, con las manos guardadas en los bolsillos de mi abrigo azul y la mirada perdida no sé bien dónde, me siento invisible frente al mundo.
Al final de la acera está mi casa. Y enfrente, la tuya. Nos enamoramos siendo muy niños. Y nos desenamoró el tiempo al pasar. Comentan que has regresado. Hay quien dice que no has cambiado. Y eso… eso es mentira. Los dos perdimos la inocencia batallando las mismas guerras, aunque en direcciones opuestas. Y nos quemó el mismo fuego de la desesperanza. Y ambos hemos vuelto a casa. Con la piel tatuada de cicatrices invisibles y las ilusiones perdidas. Y sí, quizá también, con la voz olvidada en algún silencio y el corazón más roto de lo que contamos. Dicen que das por acabado tu viaje. Si eso es verdad, quizá no te vuelva a ver.
El cielo amenaza lluvia y yo… yo debo poner orden en mis propias tormentas para que este corazón, algún día, vuelva a latir. Y deje de ser invisible. Como este viejo banco del final de la calle. Y si tú vuelves a salir al portal con ganas de comerte el mundo, como cuando éramos niños, quizá nos encontremos y nos enamoremos de nuevo para llevarle la contraria al tiempo.